08 de abril de 2010
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Hace unos días, una pareja me pidió que los ministrara porque habían tenido un problema y la esposa, con su corazón endurecido, se negaba a perdonar. Él estaba muy arrepentido, pero ella no quería que él volviera a su lado. Entonces, el Señor me dijo: “No sigas, lo que ocurre es que él se siente perdonado por Mí; sin embargo, ella no siente que di Mi vida, que Me hice llaga por su causa y derramé Mi sangre en la cruz para que fuera perdonada. No conseguirás nada, ya no sigas”. Cuando ministramos hay dos protagonistas, uno que pide perdón y otro que lo otorga, pero es necesario convencernos de que somos perdonados por la sangre de Cristo. Yo aprendí que perdonar es un proceso: el primer paso es sentirse perdonado; el segundo, otorgar el perdón; y, el tercero, orar diariamente por la vida de las personas a quienes deseamos perdonar.
La pasión y muerte que Jesús enfrentó para otorgarte perdón también fue un proceso. Soy médico, graduado hace 28 años, y estoy acostumbrado a convivir con la vida y con la muerte; por eso, deseo compartirte y explicarte ese doloroso proceso de la muerte del Señor, para que valores Su sacrificio en toda la dimensión que se merece.
Su pasión y muerte
Isaías 53:3-7 dice: Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.
La Palabra dice que Jesús fue molido por nuestros pecados y, literalmente, así fue. Todos nos descarriamos, pero Él cargó con nuestros pecados. Su agonía inició luego de la última cena con sus discípulos, cuando se dirigió al Monte de los Olivos, y oró porque sabía lo que le esperaba.
Lucas 22:39-45 narra los hechos: Y saliendo, se fue, como solía, al Monte de los Olivos; y sus discípulos también le siguieron. Cuando llegó a aquel lugar, les dijo: orad que no entréis en tentación. Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. Cuando se levantó de la oración, y vino a sus discípulos, los halló durmiendo a causa de la tristeza.
Jesús sabía del espantoso dolor que sufriría. Su emoción al orar era tan intensa que el sudor parecía sangre goteando por su frente. Todos hemos vivido momentos de estrés y angustia, pero seguramente no tan fuertes como para sudar sangre. Este fenómeno se llama hematohidrosis y se produce cuando, en situaciones extremas, los diminutos vasos sanguíneos de la piel se rompen dentro de las glándulas sudoríparas y el sudor se mezcla con sangre. Otro de los efectos es la baja temperatura corporal, debido a que la piel se debilita, provocando escalofríos que estremecen y debilitan los músculos. Este fue el inicio de la pasión del Señor.
En ese momento, más o menos a medianoche, llegan a apresarle y conducirlo ante Anás, el Sumo Sacerdote. Según los estudiosos, llegan a la 1 a.m. Allí recibe la primera bofetada, al responderle al sacerdote. Luego, los guardias le vendan los ojos y le pegan e insultan, pidiéndole sarcásticamente que adivine quién le está pegando. Soportando esa tortura, pasa la madrugada.
Lucas 22:63 relata: Y los hombres que custodiaban a Jesús se burlaban de él y le golpeaban.
Cuando amanece, Anás le envía ante su suegro Caifás, quien le pregunta si era el Hijo de Dios, a lo que Jesús responde afirmativamente. Entonces, Caifás rompe sus vestiduras por la supuesta blasfemia y lo condena a muerte diciendo que no necesita más testigos para comprobar Su culpabilidad. Siendo de mañana, Caifás decide enviarlo ante Poncio Pilato bajo acusación de ser un revoltoso que intentaba convencer al pueblo para que no pagara impuestos. Pilato lo interroga y, cuando responde que es Hijo de Dios, decide mandarlo con Herodes porque Jesús era galileo y a él le correspondía juzgarlo. Herodes quería conocerle y verlo obrar algún milagro, pero se decepciona al verlo tan débil y se burla de Él. Le pone una túnica púrpura y lo manda de vuelta a Poncio Pilato, que convoca a los sacerdotes y lo envía a azotar.
Juan 19:1-2 dice: Así que, entonces tomó Pilato a Jesús, y le azotó. Y los soldados entretejieron una corona de espinas, y la pusieron sobre su cabeza, y le vistieron con un manto de púrpura.
La técnica romana para azotar era sumamente cruel. Los judíos azotaban hasta cuarenta veces, pero lo romanos no tenían cuenta, simplemente lo hacían hasta que el condenado perdía el conocimiento. Entonces, lo ataron con las manos hacia adelante para dejar expuesta la nuca, los brazos, la espalda, la cintura y las piernas. Dos fuertes legionarios utilizaban un azote hecho de cintas de cuero de diferentes largos. Cada cinta terminaba en dos bolas de plomo y tenían entretejidos filosos huesos de oveja. Con ese instrumento de muerte, le pegaron sin discriminación, arrancándole pedazos de carne con los huesos de oveja que primero destruyeron la piel, luego atravesaron la grasa corporal hasta llegar al músculo. Imagina el dolor que sintió cada vez que el látigo quedaba trabado en su carne y halaban para arrancarlo. Ninguno de nosotros podríamos soportar esa tortura porque nuestro cuerpo es débil y nos duele hasta el más pequeño raspón o golpe. La cantidad de sangre que circula por nuestro cuerpo es aproximadamente de 4 a 5 litros y, durante la flagelación, esta hizo que nuestro Señor perdiera una cantidad considerable de sangre. Cuando terminaron, lo dejaron tirado en el pavimento, desangrándose, con el pulso débil, la presión baja y la respiración agitada. Sin embargo, la pasión todavía no terminaba.
Marcos 15:19-20 describe: Y le golpeaban en la cabeza con una caña, y le escupían, y puestos de rodillas le hacían reverencias. Después de haberle escarnecido, le desnudaron la púrpura, y le pusieron sus propios vestidos, y le sacaron para crucificarle.
Después de ponerle la corona de espinas, grandes y duras, le golpeaban en la cabeza para hundirlas aún más, le escupían y se burlaban. Entonces, le pusieron de nuevo la túnica púrpura que se pegó a las heridas. Cuando, finalmente, Poncio Pilato lo entregó a los judíos, le arrancaron la túnica y las heridas sangraron de nuevo. Debilitado, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse en pie, le dieron a cargar el madero horizontal de la cruz, que pesaba aproximadamente 150 libras. Por supuesto que su cuerpo no soportó el esfuerzo y tuvieron que ayudarlo en el trayecto de 650 metros, durante el cual cayó tres veces.
Los fenicios desarrollaron la crucifixión 300 años antes de que los romanos la perfeccionaran. El proceso no era simplemente colgarlos hasta que murieran. Lo primero era darles vino con hiel, es decir, con bilis como una droga que ayudaba a soportar el dolor. A Jesús lo acostaron sobre esa cruz rústica y áspera, no lisa y trabajada como las que se ven en las películas. Con clavos de 18 cm de longitud y 1 cm de diámetro, le atravesaron las manos, entre el cúbito y el radio, donde no hay hueso. Inmediatamente se paralizó el nervio mediano y se le acalambraron los brazos, que no estaban estirados sino flexionados. Luego, pusieron el pie izquierdo sobre el derecho, también un poco flexionados, para que los clavos salieran a través de los dos arcos de los pies. Clavar a los condenados con los brazos y piernas sin estirar provocaba que la cavidad abdominal se hundiera para lograr la muerte por asfixia.
El Señor ya había sudado sangre, estaba debilitado por la tortura de la flagelación, había perdido mucha sangre, tenía la presión baja, el pulso acelerado, la respiración entrecortada, zafadas las articulaciones, desfigurado el rostro a golpes y muriendo poco a poco por la falta de aire. Cada vez que respiraba hacía un gran esfuerzo, raspaba su espalda desecha contra la cruz y se asfixiaba. Su diafragma se comprimía, el aire no entraba ni salía de sus pulmones, solamente el anhídrido carbónico circulaba por su cuerpo. Estaba perdiendo la conciencia y los músculos intercostales, los que se localizan entre las costillas, se le paralizaron. Por la asfixia, Su corazón empezó a llenarse de agua y se cumplió lo profetizado en el Salmo 22:14-18: He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies. Contar puedo todos mis huesos; entre tanto, ellos me miran y me observan. Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.
Los estudiosos dicen que a Jesús se le empezaron a coagular todas las arterias y que el corazón explotó a causa de un infarto masivo. Antes de ello, habló siete veces. La primera vez fue para pedir perdón para sus verdugos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Luego, le prometió a uno de los ladrones que tenía al lado: “Ciertamente estarás conmigo hoy en el paraíso”. Después, se preocupó de no dejar sola a Su madre, al decirles a María y al apóstol Juan: “Mujer, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre”. La cuarta vez dijo: “Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?”; para, luego, pedir agua: “Tengo sed”, y le llevan vinagre para beber. Antes de morir, se escuchó un terrible trueno y dijo: “Todo está consumado”. Finalmente, en el último momento, previo a que le estallara el corazón, se encomendó al Señor: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Ya estaba oscureciendo cuando murió y la tierra se estremeció con un terremoto, entonces el centurión dijo: “Ciertamente, era el Hijo de Dios”. En ese mismo instante, se parte el velo del templo simbolizando el acceso directo que desde ese momento tenemos con el Padre.
Al bajar los cuerpos de las cruces, quiebran los huesos de los dos ladrones que murieron junto a Él, pero a Jesús lo dejan intacto porque ya no era necesario. Sin embargo, le traspasan el costado con una lanza y fluye sangre y agua de la herida.
Hijo del perdón
Isaías 53:10-12. Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos. Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores.
Cada vez que te cueste perdonar, recuerda el sacrificio que Cristo hizo para que tú lo recibieras. Por Su sangre fuiste perdonado y recibiste la capacidad y compromiso de perdonar. No tienes ninguna excusa para no hacerlo, porque el Señor se hizo llaga por ti. Confiésate sano de cuerpo y espíritu porque, a través de Su pasión y muerte, recibiste la sanidad y salvación. Cierra tus ojos y entrégale tu vida, no menosprecies Su sangre. Declárate hijo del perdón y otórgalo porque eres parte de Su linaje y debes demostrarlo.
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