21 de enero de 2018
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Podríamos decir que la vida es un constante proceso de aprendizaje. Nacemos indefensos, sin saber nada, y conforme crecemos vamos desarrollando las habilidades que nos permiten lograr objetivos. Me gusta ver el aprendizaje como un proceso de cuatro etapas que cada uno enfrenta y supera a su ritmo.
Por ejemplo, Michael Phelps perfectamente podría enseñarnos a nadar porque tiene consciencia de una técnica que lo ha hecho campeón olímpico; él es un nadador conscientemente capaz, contrario a Nemo, el pececito de la película de Disney, que nació con la habilidad innata para nadar, así que lo hace muy bien, pero no tiene consciencia de una técnica que pueda enseñarnos; él es inconscientemente capaz.
De hecho, Michael Phelps, antes de aprender a nadar, fue inconscientemente incapaz, luego, cuando decidió dedicarse a la natación, comenzó a practicar con un entrenador. Poco a poco, con las instrucciones correctas, fue aprendiendo la técnica y se convirtió en una persona conscientemente incapaz, o sea, supo que no podía nadar, pero practicó. Alcanzó tal grado de perfección que ahora parece un pez en el agua y lo hace ver fácil.
Otro ejemplo: las aves son inconscientemente capaces de volar. Una mamá águila lanza sus pichones al aire para que aprendan, ella sabe que es parte de su naturaleza hacerlo y que no caerán; sin embargo, a pesar de que ella domina la técnica, nos mataría si intenta enseñarnos a nosotros con el mismo método.
La parábola del hijo pródigo es tan rica en conocimiento que se puede ver de muchas maneras. Nos presenta a un joven inconscientemente incapaz que pidió parte de los bienes que le correspondía, pero ignoraba que no sería buen administrador. Malgastó todo y le fue mal.[1] Aun cuando tengas una excelente relación con Dios, si malgastas todo, ya sea tu tiempo, tu dinero, el amor que recibes, tu cuerpo, tu conocimiento adquirido, etcétera, tarde o temprano tendrás problemas. El hijo pródigo no entendió por qué le está yendo mal, no fue consciente del desastre hasta que sucedió. Talvez pensó que el dinero crecía en los árboles y no valoró el esfuerzo de su padre.
Solo cuando tuvo hambre, al punto de desear el desperdicio de los cerdos,[2] empezó reflexionar por qué le iba mal. Al pensar en los jornaleros de su padre, fue consciente de que solo quienes trabajan podrían tener alimento en abundancia.[3] Está claro que eso tampoco resolvía su situación, pues seguía siendo incompetente, pero al menos ya era consciente de su incompetencia. Eso fue lo mejor que pudo pasarle ya que, a partir de entonces, pudo levantar la vista e ir hacia adelante, donde su padre, dispuesto a aprender a trabajar como los jornaleros que eran capaces de ganarse el pan.
Él no regresó a su padre para que lo abrazar o besara, sino para que le enseñara lo que debió aprender antes de recibir su herencia. Muchas tendremos que levantarnos y buscar a alguien para que nos enseñe lo que no hemos aprendido. Y no me refiero exclusivamente a levantarnos del pecado sino a recuperarnos del tipo de errores que podrían evitarse con un poco más de sentido común. Es levantando la vista como los futbolistas saben hacia dónde quieren enviar un balón o como un corredor vislumbra la meta a la que quiere llegar. Para avanzar en cualquier cosa que hagamos, dejemos de ver hacia abajo y fijemos la mirada al frente, en el Señor, autor y consumador de la fe. Si Usain Bolt, el hombre más veloz del mundo, viera para abajo, perdería el ritmo, de igual modo, alguien que camina sobre la cuerda floja correría el riesgo de caer.
No se puede establecer dirección si primero no se corrige la vista. Dios nos diseñó para que siempre fuéramos hacia adelante, hacia atrás, ¡ni para agarrar impulso![4] No se puede vivir de fracasos ni de glorias pasados, pues escrito está que la gloria postrera será mayor que la primera. Si dejamos de ir hacia adelante, si nos detenemos, nos convertimos en blanco fácil para la derrota.
Ir por la vida sin tomar consciencia de lo que hacemos, decimos o hacia dónde vamos, es como estar muerto; lo mejor es ser intencionales en la vida, tener consciencia de lo que hacemos. De esa forma tenemos la oportunidad de corregir nuestro rumbo. Así fue como el hijo pródigo se encontró a sí mismo y se volvió conscientemente competente, es decir, descubrió que había tomado una mala decisión, había cometido un error que decidió corregir. Lo mismo nos sucede: la única forma de corregir un error es analizando la situación y descubrir lo que hemos hecho mal.
Pero este principio no se limita a los errores sino al aprendizaje en general. Podemos desarrollar una habilidad cuando analizamos lo que podemos mejorar y los cristianos tenemos la ventaja de contar con la Palabra de Dios como guía y manual de aprendizaje. Si deseamos mejorar cada día como un atleta de alto rendimiento, debemos leer la Palabra y ponerla en práctica no solo una, sino dos, cinco, diez o cien veces hasta que las cosas salgan bien. Nada sale perfecto al primer intento, así que no te desesperes, pero tampoco te duermas en tu zona de confort.
Yo disfruto de someter mi vida en obediencia a otros maestros o personas que sé que pueden ayudarme a mejorar en algo o instruirme en el aprendizaje de algo nuevo; obedezco sin titubear. Uno de mis entrenadores deportivos me dijo: “Cuando te conocí y fui consciente del liderazgo que manejas, pensé que enseñarte sería un problema, pero te convertiste en el mejor estudiante que he tenido porque obedeces ciegamente mis indicaciones”. ¿Acaso se puede ser maestro sin nunca haber sido alumno?
Debemos poner en práctica las enseñanzas de nuestro Padre una y otra vez sin descanso hasta llegar a ser conscientemente capaces de manejar nuestra vida. Los grandes deportistas que admiras entrenan, juegan, terminan el juego, siguen entrenando, vuelven a jugar y vuelven a entrenar hasta convertirse en expertos, inconscientemente competentes. En eso consiste la excelencia: una búsqueda constante e incansable de la perfección. Aún tienes muchos partidos que jugar, así que practica la Palabra de Dios todo el tiempo en busca de esa perfección. Con fe y paciencia se heredan las promesas.
Que tu buena actitud no pierda fuerza. Ahora que empezamos el año vívelo como si tuviera “doce eneros”. ¡Declara que en 2018 levantarás tu vista y pondrás en práctica las enseñanzas de la Palabra de Dios hasta que seas conscientemente competente!
[1] Lucas 15:11-14: También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.
[2] Lucas 15:15-16: Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
[3] Lucas 15:17-19: Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.
[4] Proverbios 30:29-30: Tres cosas hay de hermoso andar, y la cuarta pasea muy bien: el león, fuerte entre todos los animales, que no vuelve atrás por nada.
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